La (re)vuelta de los Pelagatos

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(….) Un perdido batallón de conversadores platónicos saltando las barandillas
terminales de las escaleras contra incendios, desde
las ventanas, desde el Empire State, desde la Luna,
desbarrando gritando vomitando susurrando hechos y recuerdos y
anécdotas y excitaciones oculares* y conmociones de
hospitales y cárceles y guerras,
intelectos enteros vomitados en deposición integral durante siete días
con sus noches con ojos brillantes, carnaza para la
sinagoga arrojada sobre el pavimento (…)
ALLEN GINSBERG (extracto de “Aullido”)
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Lamentablemente es cierto, regresaron por una noche, se atrevieron a surgir de sus cenizas y escupir frente al buen gusto y la moral citadina, a pronunciar en cada frase alguna obscenidad, alguna palabra de amor, alguna idiotez sensata. Es cierto, ellos no estaban muertos, o quizá sí, pero, por una inexplicable razón, estuvieron esa noche, juntos, como un solo, extraño y amorfo cuerpo, los Pelagatos, jugando a ser locos poetas.

Entre mesas y sillas, fueron extrañamente acobijados, cada uno de estos tristes personajes. Y la pregunta era: ¿cómo podrían nuestros héroes soportar el atroz shock que significaba ser arrancado de su sedentarismo citadino y ser arrojados dentro de la turba embrutecida por el alcohol de una Lima suburbana? No había forma de saberlo, solo hacer frente a la ira egoísta de aquellas miradas sucias, cuyas voces, cual grillos enfermos, contaminaban el ambiente, el silencio, el buen licor y el Lucky Strike amargo.

Es que acaso esto es una broma, pues, desde un principio, sí. Todo es un chiste gigante y de mal gusto, como cada verso de estos pelagatos, y su minúsculo momento de verdad absoluta, de sueño juvenil y destino fatal. El asunto fue llevado mucho más allá de una noche oscura y de la sufrida plegaria de estar vivo entre la triste mediocridad de este inframundo de concreto. Y así fue, cada poema, cada palabra, cada insulto con el público, cada broma de mal gusto, se mezclaron junto con los vasos de cerveza, las bocanadas de cigarrillos, la saliva expulsada después de una carcajada, y aquel ambiente oscuro, tétrico, pero inexplicablemente familiar a la vez, como una vuelta a casa.

Nuestros locos poetas, presos de misterios, dejaron de lado sus nombres, sus rutinarias vidas, sus trajes viejos y se convirtieron en un grito de guerra, en el calvario para una sociedad conformista y en una afrenta para la generación actual, cuyo encasillamiento y conformismo los guía al camino de la ignorancia –el mundo, o por lo menos Lima, es mucho más que el Facebook, los bailes de moda, los reality shows y el trasero de Vanessa Tello-, y refleja el vómito amargo de nuestros oscuro vates.

Y el tiempo transcurrió, sin misericordia, fecundando en cada oyente alguna carcajada, quizá por ignorancia o tal vez por los disfraces caseros, pero también pequeños lapsus de interés, y aun así, su fulminante presentación, cual artimaña barata de algún dios mundano, despertó ese recuerdo empozado en nuestra memorias, de aquellas tardes perdidas y de noches de parques. Se sintieron los pasos de cada uno, condenados al olvido, y marchando al paredón de los recuerdos, pero se detuvieron a mirar, y mirarse, dándose cuenta que la poesía jamás morirá, por más patética y banal que resulte, ésta siempre perdonará la ignorancia de lo mundano y la grotesca vida citadina.

Así son los pelagatos, unos completos desconocidos, entrando saltando –o quizá asaltando–, invadiendo y burlándose de su propia presencia, callando a todo el que se atreva a cuestionarlos, y exigiendo el respeto inmerecido de los bardos silenciosos. Porque los poetas están malditos, y miran la vida con ojos de oscuros ángeles, el horror de la lucidez social, las heces que yacen bajo el paraíso, y la noche fecunda de olvido, y los reclaman como suyos, burlándose en la cara de los demás y regalando con audacia su tiempo frente a un destino mortal, y escrito, para dejar constancia que el amor es la droga con el que flota su corazón dañado.

De tal manera, el poeta escogerá su camino entre tantos, pero el poema lo escogerá a él, para andar a su lado, maldito, por el pozo de los sueños caídos. Ahora, me hago la pregunta, retórica y amarga, del qué vendrá; y me encojo de hombros sin saber el rumbo a tomar, aunque tampoco espero una respuesta certera al respecto, es mejor así.

Ya es suficiente, me remango la basta del pantalón, y atravesaré el infierno con los lentes de sol puestos.
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Lima, noviembre 2010